Miguel
Hernández (1910-1942)
Aceituneros
Andaluces de
Jaén,
aceituneros
altivos,
decidme en el
alma, ¿quién,
quién levantó
los olivos?
No los levantó
la nada,
ni el dinero, ni
el señor,
sino la tierra
callada,
el trabajo y el
sudor.
Unidos al agua
pura
y a los planetas
unidos,
los tres dieron
la hermosura
de los troncos
retorcidos.
Levántate,
olivo cano,
dijeron al pie
del viento.
Y el olivo alzó
una mano
poderosa de
cimiento.
Andaluces de
Jaén,
aceituneros
altivos, decidme en el alma ¿quién
quién amamantó
los olivos?
Vuestra sangre,
vuestra vida,
no la del
explotador
que se
enriqueció en la herida
generosa del
sudor.
No la del
terrateniente
que os sepultó
en la pobreza,
que os pisoteó
la frente,
que os redujo la
cabeza.
Árboles que
vuestro afán
consagró al
centro del día
eran principio
de un pan
que sólo el
otro comía.
¡Cuántos
siglos de aceituna,
los pies y las
manos presos,
sol a sol y luna
a luna,
pesan sobre
vuestros huesos!
Andaluces de
Jaén,
aceituneros
altivos,
pregunta mi
alma: ¿de quién,
de quién son
estos olivos?
Jaén,
levántate brava
sobre tus
piedras lunares,
no vayas a ser
esclava
con todos tus
olivares.
Dentro de la
claridad
del aceite y sus
aromas,
indican tu
libertad
la libertad de
tus lomas.
El último
rincón
El último y el primero:
rincón para el sol más grande,
sepultura de esta vida
donde tus ojos no caben.
Allí quisiera tenderme
para desenamorarme.
Por el olivo lo quiero,
lo persigo por la calle,
se sume por los rincones
donde se sumen los árboles.
Se ahonda y hace más honda
la intensidad de mi sangre.
Los olivos moribundos
florecen en todo el aire
y los muchachos se quedan
cercanos y agonizantes.
Carne de mi movimiento,
huesos de ritmos mortales:
me muero por respirar
sobre vuestros ademanes.
Corazón que entre dos piedras
ansiosas de machacarte,
de tanto querer te ahogas
como un mar entre dos mares.
De tanto querer me ahogo,
y no me es posible ahogarme.
Beso que viene rodando
desde el principio del mundo
a mi boca por tus labios.
Beso que va a un porvenir,
boca como un doble astro
que entre los astros palpita
por tantos besos parados,
por tantas bocas cerradas
sin un beso solitario.
¿Qué hice para que pusieran
a mi vida tanta cárcel?
Tu pelo donde lo negro
ha sufrido las edades
de la negrura más firme,
y la más emocionante:
tu secular pelo negro
recorro hasta remontarme
a la negrura primera
de tus ojos y tus padres,
al rincón de pelo denso
donde relampagueaste.
Como un rincón solitario
allí el hombre brota y arde.
Ay, el rincón de tu vientre;
el callejón de tu carne:
el callejón sin salida
donde agonicé una tarde.
La pólvora y el amor
marchan sobre las ciudades
deslumbrando, removiendo
la población de la sangre.
El naranjo sabe a vida
y el olivo a tiempo sabe.
Y entre el clamor de los dos
mis pasiones se debaten.
El último y el primero:
rincón donde algún cadáver
siente el arrullo del mundo
de los amorosos cauces.
Siesta que ha entenebrecido
el sol de las humedades.
Allí quisiera tenderme
para desenamorarme.
Después del amor, la tierra.
Después de la tierra, nadie.
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